agosto 24, 2009

Encinta


Sé que me esperaste, como cada tarde, allí debajo del viejo faro, tapándote la lluvia con el desteñido impermeable que te regalé hace tantos veranos. Esperabas paciente, inmóvil, con esa postura airosa y despistada con la sueles -o solías- esperar el autobús cuando salías del trabajo; con esos ojos tristones con los que me mirabas la cara y el pelo cuando discutíamos y me echaba sobre la cama mirando el techo y las paredes intentando ya no escucharte. Estabas allí, cuando las agujas del reloj apuntaban la hora, esa exacta hora, en la que la manecilla se han cansado de tanto dar vueltas; era la hora, la hora de siempre, la hora de los reproches y los besos, de las buenas tardes y las noches insomnes; era la hora en la que recordabas que me esperabas y yo esperaba que me recordaras. Y admiro tu temple, tu insistencia, las cosas que haces sin pensar, apenas midiendo los pasos, tambaleando entre sombras y charcos gigantes que se vuelven lagunas al momento en que pisas la orilla y te propones surcarlos. Y no entiendo tus ganas, la obsesión de asomarte cada tarde, cada invierno a las calles, vacías y olvidadas, buscando la chispa que encienda la mecha por los años mojada, enmohecida y carcomida por los minutos polvorientos e insípidos que como festín te sirves conmemorando el aniversario luctuoso de nuestra historia. Y qué infame he sido contigo, pasando a diario a tu lado, disfrazándome con los harapos que me quedan, para que no me veas mirarte, perfumándome con las gladiolas marchitas que te causan jaqueca y alergia para que te apartes de mi andar. Qué infausta actitud la mía, paseándome del brazo de otras, presumiéndote sus siluetas y curvas, mientras tú esperas, tan sólo, verme pasar, sin hablarme de tiempos mejores ni de días rebozantes de sol o de cadenciosa lluvia... y yo embriagándome con mejunjes baratos, elaborados con plantas de ornato podridas y hierbas que han perdido el color. Pero no te pido perdón, no aunque consciente estoy de lo vil que he sido; es tu culpa, toda tuya, me lo has dado todo: el tiempo y la vida, tus sales y humedades, la piel y los huesos, y no, yo de ti no quiero eso...

De ti quiero el olvido y la espera, lo que se quedó atrás con los años, te quiero en los tiempos de antes, con esos vestidos lujosos y elegantes, con las manos enguantadas y el cabello teñido, en los libros leídos y los relojes detenidos. Sin embargo, lo sé, se nos acabó aquel cuento encantado, las letras y la tinta... por eso ya no esperes, pasaré como hasta ahora, sabiendo que sólo nos queda la esperanza encinta en el vientre de una mujer moribunda.

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