octubre 23, 2009

DemontreS



Te sujetas apenas de las nimiedades de cada día, miras y caminas, andas con el mismo desenfado de siempre, planeas no detenerte aunque procuras perderte, con cada paso, entre el frío y tanta gente... Pendes de algo que se parece más bien a nada, son sólo los veinte minutos que has dormido en los últimos cinco días: has perdido la noción de las horas y la única vez que te esforzaste en aletargarte, un sudor frío que provino de las sábanas y te empapó el cuerpo se llevó de ti las ganas. Nadie sabe nada ni ve nada, tampoco hay ruido, nada, únicamente te acompaña ese zumbido que crispa tus puños y te revuelve la sangre con el bálsamo -ahora- podrido que -antes- te acallaba los demonios...

Sí, tienes razón, en tiempos primitivos los demonios no te trastocaban o, por lo menos, no atacaban las entrañas de tu ser, se limitaban a rondarte los cabellos y de cuando en cuando te acariciaban, pero qué es al presente de aquellos tiempos...

¡Pinches demontres!... te poseen: maldito cuerpo enfermo tu cuerpo.

octubre 20, 2009

Nauseabundo olor a mar


Ininteligible: nauseabundo olor a mar.

Ganas insoportables de vomitar, todo y la sangre que se agolpa en los intestinos: grueso y delgado llenos de un narcótico salino que no puede ser disuelto por las aguas agitadas de la locura y la liviandad. Gotas ácidas desintegrando los espejos de la dicha viva en aquellas horas ya muertas a manos de los incesantes minutos que se suceden y los que viene detrás.

Nubarrones sobre la cama y debajo del sol. Las venas de pies y manos hinchándose y rompiendo las capas epiteliales, dejando escapar ese nauseabundo olor a mar que revienta en las paredes del cuarto y la casa, impregnando los rincones con una pestilencia dulzona que provoca el trasboco de los huéspedes internos del cuerpo... explosión de vísceras y entrañas, conductos sanguíneos anegados del veneno vil cargado de sal; ojos aguados, puños crispados, ganas de soledad.

Visos de angustia dolorosa, ésa que no se mengua ni entre las viejas cosas resguardas en la memoria ni entre copas y copas. Se escurre el alma por los orificios mórbidos del cuerpo: fauses nasales y boca sin remedio dejan escapar el antídoto contra la irreverente demencia que todo lo invade. Se queda entonces la masa corporea sin amparo y se deja morir sin replicas escuchando a lo lejos el repique de doradas campanas...

¡Puta madre!

octubre 18, 2009

Otro más

(Foto: R. Ayala. Toluca, México )

Este va para conmemorar mi décimo primer aniversario en Toluca, la Bella, la Gris:

Por el barrio de la Merced...

andaba el andariego, caminando entre las calles y los estrechos y solitarios callejones, mirando de frente a los transeúntes que pasan a su lado, alejándose la mayor distancia posible como si temieran que aquel hombre viejo, andrajoso y solitario, fuera a contagiarlos de una lepra incurable. Él, les devolvía el gesto discriminatorio con una sonrisa, incluso con un 'buenos días', 'buenas tardes' o 'buenas noches' según la hora en la que tuvieran lugar los encuentros. El hombre, el viejo, el andariego comprendía algo que ellos, los otros, no; se alegraba de su incapacidad para darse cuenta que él, al contrario del resto de los hombres, tenía por patria la ciudad, esa 'ciudad tan bella como cualquiera'. Y así andaba el hombre, el viejo, caminando a pasos lentos cada camino, cada pasaje y corredor, a sol y sombra, deteniéndose a mirar los aparadores de las tiendas y zapaterías (sin desear eso que no tenía), contemplando las plazas, parques y monumentos de aquella urbe, dialogando con la gente que se cruzaba en su camino, incluso, aunque esa gente, 'la otra gente', no supiera que esas conversaciones iniciaban al momento de encontrarse y finalizaban una vez que superaban al hombre tres o cinco pasos.

Un trotaciudades, el trotamundos de los mundos de su ciudad, siempre con hambre, siempre con frío; andando sobre sus pies se desplazaba desde la cabeza de Adolfo hasta el monumento a Zapata, desde el paseo Colón hasta el colofón de las callejuelas del cerro de la Teresona; pero cada noche volvía cansado a su barrio, al barrio de la Merced, que tanto lo estremecía, volvía cansado, sucio y hambriento, andando lento pero contento, como si alguien lo esperara de vuelta en casa, o le hubiera ya calentado la cama. Cada vez que caía lo noche él estaba de vuelta, puntualmente retrasado, y se sentaba en el atrio de su iglesia o en las bancas de su plaza a observar la parsimoniosa agonía de la ciudad, su ciudad que era a un tiempo su casa, su patria y su galaxia entera.

Tálamo


Silente, muda, más incluso que silencio; diminuta o abismal según la profundidad de la noche o la posición de la luna. Sola y fría, sí, a veces cuando no tiene cuerpos, ni sudor ni besos que humecten su piel o sus deseos. Abrasadora y rotunda cuando después de unas copas, del misterio y las risas, dos amantes se tumban y la riegan de pasión y de ganas; se vuelve entonces cómplice y compañera, amiga discreta, de ésas que saben muy bien lo que pasa y cómo pasa, pero se reserva en el silencio para disfrutar traviesa de lo que posee, de lo que sabe y calla.

Desierta, sobre todo, cuando hay tormentas y las arenas movedizas trastocan los pasos seguros alejándola de convertirse
en oasis. Tropical o veraniega según se le ocupe y con qué frecuencia, a placer de las horas que se pasen en ella.

Seductora y coqueta, invita al cuerpo y los huesos a perderse entre sus pliegues y capas, en la confortabilidad de sus brazos y piernas que ciñen ajustadamente al ocupante en turno. Infiel, capaz de recibir con amabilidad y agrado a quien la tome despojándola o no de sus ropas; aloja y cobija a cualquier forastero, o un par o más de ellos, cumpliendo exigencias y gratificando con suaves y breves descansos o profundos y prolongados estados de éxtasis al que con fervor a ella se entrega.

Protege y cura, mancilla y provoca, seduce pero, sobre todo, conduce al letargo exquisito de sentirse perdido en sus adentros, detrás de su vendaval y ajuares… caliente, suave y deseable: la cama.